sábado, 29 de enero de 2011

~ Capítulo 3

Una vez dentro del coche, de camino a casa y a pesar de creer estar subida en una noria imaginaria que da vueltas a gran velocidad, tuve la percepción de que algo malo iba a ocurrir. 
A eso de las 07:00 de mañana llegué a casa, y qué sorpresa la mía cuando me encontré a mis padres en la puerta, esperándome. Aún recuerdo sus miradas. Ya sin rastro de preocupación, ahogadas en la más profunda decepción. ¡Y ahí estaba yo, borracha perdida! Aquel día se acabaron mis días de libertad. 
Mi madre comenzó a emitir una serie de gritos que me taladraban de una manera infernal. No conseguí entender los que decía, a excepción de esa típica frase: “Échame el aliento”. Yo sabía que si lo hacía le podría fundir las horquillas, pues lo que yo tenía en ese momento en la cara no era una boca, sino un soplete. Debido a eso, me limité a dar un paso más hacia delante. Mi padre aún no había dicho nada. Estaba cruzado de brazos, mirándome demasiado enfadado. Nunca lo había visto así. Lo único que hizo fue cogerme del brazo cuando, al dar un segundo paso fallido, estuve a punto de volver a visitar otra vez el suelo. Gracias a la noche desenfrenada le había cogido un cariño especial. Viendo mi estado, mis padres no tuvieron más remedio que dejar que me fuera a la cama. Más bien se encargaron ellos de conducirme a mi habitación. Me dispuse a enfilar el pasillo. Qué sensación de abandono. Casi dieciocho años viviendo en esa casa y no me sonaba ni un mueble. Por fin, conseguí meterme en la cama no sin antes haberme chocado con todo lo que se me ponía por delante. Aquello no era ni una barca ni un helicóptero. Era el “Home Cinema 5.1 Dolby Surround Pro Logic”. Los sonidos entraban por un lado, las imágenes por otro. La cama se empezó a mover demasiado. Parecía la de la niña del exorcista. Al minuto, caí en los brazos de Morfeo [...]



Parece que han pasado varios días. Quiero abrir los ojos pero no puedo. Deseo moverme; tengo los músculos engarrotados. Tampoco puedo. No tengo fuerza alguna y me cuesta respirar. La saliva de mi boca está excesivamente pastosa con un sabor dulzón de fondo. Ponche. O quizá Rebdull. ¿Qué bebí anoche? ¿Qué pasó? Preguntas sin respuesta. No recuerdo nada. 
Al fin, consigo abrir los ojos. Aún veo borroso, pero puedo distinguir perfectamente la luz que entra por las rendijas de la persiana, no del todo bajada. Intento levantarme de la cama. Lo consigo, pero con bastante dificultad. Los vaqueros y la camisa de anoche tirados por el suelo. El reloj marca las 17:30. Salgo de la habitación y una luz cegadora me da de lleno en la cara. Una cara resacosa. Me dirijo al baño y allí, ocurre. Me veo en el espejo. Ojos rojos, manchados con rímel. Piel extremadamente pálida a juego con ese pelo revuelto que, en conjunto, rompían mi buena imagen en miles de pedazos. Espero que una ducha me siente bien. 10 minutos. Voy a la cocina ya duchada y vestida con el peor chándal que tengo en casa. El momento que más temo se acerca inexorablemente. Oigo a mis padres hablar. Parecen enfadados. La he cagado, y mucho. Respiro hondo, y me armo de valor:
- Hola. ¿Ha sobrado algo de comida? -Mal comienzo.
- ¿Tú sabes la mala noche que nos has hecho pasar, Marta? No hemos pegado ojos. Tu padre ha estado hasta las cuatro de la mañana esperando en el sitio donde habíais quedado. Y yo, llamándote al móvil. Hice también unas cuantas llamadas a varios hospitales. Me temía lo peor. Y resulta que la niña estaba pasándoselo genial y atontada por culpa del alcohol.
- Mamá, pero…
- Ni “peros” ni nada. No quiero seguir hablando más del tema. No vas a salir hasta nuevo aviso. Ya puedes ir mirando libros o cualquier cosa para entretenerte. Te vendrá bien, además. Se aproximan los exámenes y no creo que tu amigo el alcohol te ayude a aprobarlos.
No aguanté más. Me fui a mi habitación sin decir nada, dejando a mi madre hablando sola. Mi padre, dijo algo por primera vez en todo el día. No pude escucharlo, pues ya estaba sobre mi cama. Sentía rabia; mucha rabia. "No sé cómo he sido tan gilipollas" -me dije a mí misma, entre sollozos. Aquella tarde lloré como no había llorado en mucho tiempo. Pura impotencia. O quizá por decepción. Me había decepcionado a mí misma. Nunca antes me había emborrachado. No hasta superar mi límite. Me había dejado llevar, y mucho. No hay mal que por bien no venga, o eso dice. Y ese día aprendí una gran lección: 

"El alcohol parece ser un buen aliado al comienzo de la noche; pero debes saber que por la mañana se convierte en tu peor enemigo".

1 comentario:

  1. Perracaaaa!!!
    Enganchada me hallo!
    Como másmola, que intriga por Dioh!
    Eres la ostia y lo sabes ;)
    Att:
    Tu fiel lectora =$

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